29 sept 2009

El peor amigo de los niños

La Mañana de Córdoba (29/09/2009)
El peor amigo de los niños



¿Cuántos niños más tienen que morir para que se tomen medidas severas respecto de los dueños de perros feroces? ¿Cuántas personas tienen que ser destrozadas a dentelladas para que hagamos algo?
Cada semana un perro de gran porte, de esos preparados para dar batallas, mata a un niño, o lo desfigura o lo hiere gravemente.

La secuencia que sigue es más o menos ésta:
a) la noticia aparece en todos los medios, destacada;
b) todos decimos “¡qué horror!”;
c) se entrevista al dueño del perro que dice que no sabe qué pasó, que el animal siempre fue pacífico, que probablemente el niño lo haya provocado o bien que el animal haya estado celoso por algún motivo que se ignora;
d) se entrevista a un experto que dice que el animal pertenece a una raza no agresiva si está adecuadamente adiestrada, que ignora qué puede haber desencadenado la tragedia;
e) se ejecuta al perro;
f) en medio de escenas desgarradoras, sepultan a la víctima.

Y todos quedamos horrorizados hasta que, la semana siguiente, ocurre otro hecho similar.
Se atribuye al escritor sueco August Strindberg una frase que viene al caso y que parece más bien lanzada por Groucho Marx u Oscar Wilde: “Odio a la gente que tiene perros. Son cobardes que no tienen el valor de morder ellos mismos a la gente”.
Da exactamente en el blanco. Es evidente que no se refiere a los caniches toy sino a los perros con porte suficiente como para dañar y matar.
Y también da en el blanco porque el problema no es el perro: es el dueño.
Haga usted el ejercicio de observar (a prudente distancia, por favor) a quienes pasean ejemplares de razas tales como rottweiler, mastín napolitano o dogo. Dan la impresión de sentir un orgullo similar al que se muestra por la calle con una pistola a la vista, en el cinturón. Muchos de ellos dan la impresión de decir, con la mirada, “mirá lo macho que soy, mirá el perro que tengo”. Parecen buscar miradas de admiración o, cuanto menos, de temor.
Algunos incluso miran con cierta satisfacción si tomamos a nuestros hijos o nietos de la mano para cruzarnos a la vereda de enfrente. Otros, al ver que miramos al animal con cierta desconfianza nos dicen “no tenga miedo, no hace nada”, lo cual nos parece rigurosamente cierto para el caso de que no se le ocurra atacarnos.
Si atacan, el dueño siempre dirá que fue por algo que nosotros hicimos: un gesto de temor, o cualquier movimiento inocente que el animal interpretó como una amenaza. O, como en el caso de Río Ceballos, porque una nena de siete años no quiso cederle su sandwich a un ovejero alemán que se lo quiso quitar.
Siempre he intentado descifrar qué hay en la cabeza de un dueño de esos perros potencialmente asesinos.
Ni siquiera el clima de inseguridad justifica la azarosa y bastante difundida presencia de animales que matan niños, costo espantoso para evitar un asalto.
En definitiva, ¿quién nos protege del temperamento agresivo e irresponsable de los dueños de los perros que matan gente?

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